jueves, 29 de agosto de 2013

En su memoria

Pedro Antonio Gonzalez Valenzuela

Se siente bien saber que en nuestro árbol familiar existió un poeta tan pobre y tan rico.
Y que aunque su historia refleja tristeza, su legado es digno de recordar.


De los poetas chilenos, el que pudo resistir más risueñamente que otros el análisis de su obra, el aún no igualado ni en la serenidad de la línea ni en la opulencia cromática del verso, fue González (...) Su retraimiento no fue ni escepticismo ni miedo a la celebridad, sino consecuencia de sus desgracias de hogar (...) Calló, pues, el poeta, y olvidado del verso, fue de aquí para allá, en herrancias de bohemio, buscando en los vasos la perdida llama inspiradora.

Miguel Luis RocuantLos líricos y Los épicos

Coipué, Curepto, Región del Maule, nació el 22 de mayo de 1863 
falleció en Santiago de Chile, 3 de octubre de 1903





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Publicado por Marcelo Escobar

Hace más de cien años que se extinguió la llama del poeta más maldito que conociera chile, una verdadera flor del mal que deambuló -con la melancolía en los ojos y desaliento en el corazón- por las calles de un Santiago durante los últimos días de la revolución del ’91.

El poeta Pedro Antonio Gonzáleznació el 22 de mayo de 1863, en la localidad de Coipué, comuna de Curepto en la séptima región. De pequeño sintió con vehemencia la vocación religiosa y expresó sus deseos de convertirse al sacerdocio, pero extrañamente, su tíoFray Pedro Armengol Valenzuela lo hizo desistir y lo envío a estudiar Derecho a Santiago para que hiciera su aporte a la frágil economía familiar.

En Santiago, el poeta comenzó la exploración de caminos señalados por la más vanguardista poesía, de lugares y amistades reñidas con la religiosidad, hasta la pérdida de su fe.

Los rumores sobre el descarriado joven llegaron hasta el apacible pueblo, y el tío suspendió las entregas de dinero, único sustento del estudiante.

Cuando aún no se apagaba la artillería congresista y en los mismos días que el Presidente Balmaceda tomaba el camino de la inmortalidad en la legación argentina, se comenzaron a forjar las desventuras del poeta desgraciado.

En un Santiago muy distinto, quizás más desolado y frío, donde los servicios eran precarios y el alumbrado público casi no existía, el poeta se encontró solo y sin dinero. El barrio Recoleta y Avenida la Paz con sus cementerios y sus casas de orates, se convirtieron en su nuevo hogar, el poeta en ciernes se instaló en esos arrabales de locura y muerte para nunca más salir.

Lector impenitente de Dante, Byron, Víctor Hugo, Baudelaire, Verlaine y Rimbaud, comenzó la metamorfosis y la conversión en lo que llamarían “poeta maldito”, definición que aun no adquiría valor en el siglo de renovación estética que inspiraría a almas jóvenes.

Enigmático, oscuro, huraño y melancólico, deambuló por las sucias callejuelas del otro lado del río, en los oscuros bares de barriadas extremas, bebiendo el vino en los amaneceres, perdido en los suburbios con sus manuscritos escondidos y arrugados en los bolsillos.

El escritor Antonio Orrego Barros, amigo de González, cuenta que éste arrendaba una pequeña casita en la calle Salas, donde reservaba una pequeña habitación y subarrendaba el resto a obreros que le adeudaban eternamente el pago. La hermandad que sentía por sus pares, le impedía el lanzamiento a la calle.

En alguno de los períodos menos oscuros, cuando se ganaba la vida como profesor (a la manera de Allan Poe, que encuentra la tierna y momentánea salvación en los ojos de su prima Virginia Clemm), el poeta se enamora de una de sus alumnas, Ema Contador. Se casaron el martes 13 de mayo de 1897, ella vestida de colegiala.

Uno de los episodios más conocidos de su anárquica forma de vida fue noche de su boda. Los recién casados pernoctaron en un cuartucho aledaño a la casa de orates y sin siquiera tocar a la joven virgen el poeta se perdió en la noche. Ema, asustada, lo abandonaría pocos años después y se marcharía con un circo pobre, pero de esos que recorren el país entregando un teatro miserable. El poeta le dedica los poemas “Sombra” y el “Asteroide XL”.

De vuelta a su miseria, es difícil imaginar que convivió alejado, pero al mismo tiempo, con poetas como Rubén Darío, Carlos Pezoa Véliz (que tuvo una vida quizás tan atormentada como el poeta de Curepto), de los cuales estuvo lejos de compartir sus experiencias literarias. González era de poco trato social, no rendía concesiones, pero bailaba en su pobreza con la gracia de un noble, odiaba los círculos literarios y podía ser muy pedante o extremadamente tímido.

Sus últimos años los pasó como el habitante más ilustre que ha tenido el bar “El Quitapenas”, lugar que se convirtió, alrededor de 1900 en su biblioteca, dormitorio, sala de trabajo y bar. Aunque incurría en deudas, estas eran canceladas por Orrego Barros, su amigo de toda la vida.

De la propia mano del escritor conocemos un desgarrador retrato de sus últimos días: “Cuando las puertas del hospital se cierran y ya está entrando el crepúsculo, me pongo triste. Esta sala se va oscureciendo poco a poco. Voy persiguiendo la luz que se va por arriba del muro. Entonces entra la luz mortecina del farol. Pienso las cosas más disparatadas… Y aunque me han puesto este biombo para que no mire a los otros enfermos, miro todas las camas y me imagino los rostros flacos, amarillentos con los ojos hundidos…”.

Pedro Antonio González murió a los cuarenta años, el 3 de octubre de 1903, en una sala común del hospital San Vicente de Paúl, en Santiago, por una enfermedad causada por el consumo de alcohol.

Entre sus legados está el libro “Ritmos” publicado de manera póstuma por su amigo Marcial Cabrera, también “Sus mejores poemas”, 4ª edición en 1927, una recopilación prologada por su otro amigo, Armando Donoso.

Basado en su poema “El Monje”, se hizo la primera película de la Andes Filmes, la trigésima hecha en el país. Una colección norteamericana, editada por la Universidad de California, “Modern Philology” le dedica el volumen 40 al estudio de su obra, y también se convirtió en protagonista de dos novelas “La Pluma Blanca”, de Marcial Cabrera, y “El Laurel sobre la Lira”, de Luís Enrique Délano. También es reconocido en las antologías de literatura hispanoamericana. Una calle en Santiago lleva su nombre.

Miguel Luis Rocuant, en su libro “Los líricos y Los épicos”, dice: “De los poetas chilenos, el que pudo resistir más risueñamente que otros el análisis de su obra, el aún no igualado ni en la serenidad de la línea ni en la opulencia cromática del verso, fue González (…) Su retraimiento no fue ni escepticismo ni miedo a la celebridad, sino consecuencia de sus desgracias de hogar (…) Calló, pues, el poeta, y olvidado del verso, fue de aquí para allá, en herrancias de bohemio, buscando en los vasos la perdida llama inspiradora”.

Si quieres leer más de Pedro Antonio González, revisa los documentos que se encuentran en “Memoria Chilena”.Aquí un fragmento de “Asteroides”:

XIX
Sacerdote que manchas con los ojos
clavados en la tierra, donde pisas: 
en la tierra que hartaste de despojos;
¡en la tierra que ahogaste de cenizas!
Parece que temieras que su seno
te devolviera el eco de tus pasos
en alas del estrépito de un trueno
cuyo rayo te hiciera mil pedazos.
Cuando tu mano trémula bendice
parece que sintieras en ti mismo
¡que Dios desde la altura te maldice
y que ríe Satán desde el abismo!
XXXII
Embriaga mis extáticos sentidos
la ardiente ondulación que se levanta,
al compás de tus rítmicos latidos
debajo de tu mórbida garganta.
Tras los encajes de la gasa leve
que tus senos de virgen medio encubre,
yo entreveo dos copos de la nieve
que torna en manantial el sol de octubre.

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